CONCHITA

Diario Espiritual de una
Madre de Familia

Ascesis y Penitencia

La visión cristiana de la vida es realista. La fe nos descubre una humanidad pecadora. Todos los libros de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, hablan del pecado, sin pesimismo desesperado pero con la conciencia de que el hecho central de la Revelación divina es el dogma de la Redención: "Cristo murió por nuestros pecados" (I Cor. 15,3). La predicación evangélica de Jesús y de los Apóstoles, al igual que la de los Profetas del Antiguo Testamento, es una incesante exhortación al arrepentimiento y a la penitencia. Por este motivo la espiritualidad cristiana se encuentra totalmente penetrada del espíritu de la Cruz y se expresa por medio de una antitesis vigorosa, base de todo el cristianismo y formulada por San Pablo: muerte y vida. La vida cristiana es una muerte al pecado y una vida en Dios, en comunión con el misterio pascual. Mientras más se muere al pecado más se resucita con Cristo, para la gloria del Padre.

La lucha contra el pecado está en el corazón de la doctrina de la Cruz como del Evangelio. El Señor lo ha recordado con vigor a Conchita: "Es la penitencia una gran virtud y el espíritu de penitencia es don gratuito que Dios da a quien le place". Su influencia es universal, no solamente para liberar al hombre del pecado sino para facilitarle la práctica de todas las virtudes: "A ti desde muy niña te fue dado. La penitencia es la muralla que protege la castidad. La penitencia desarma la justicia de Dios y la convierte en gracias: ella purifica a las almas, apaga el fuego del Purgatorio y en el cielo tiene un premio muy subido. La penitencia redime los pecados propios y ajenos. La penitencia es hermana de la mortificación y ambas caminan siempre unidas y de la mano. La penitencia ayuda al alma a elevarse de la tierra. La penitencia es la cooperación a la redención del mundo. La penitencia humilla al hombre y le infiltra el sentimiento íntimo de su bajeza y miseria. La penitencia lo eleva de la tierra haciéndole gustar delicias desconocidas y puras. Pero esta penitencia debe ser hija de la obediencia y existir en el alma, oculta a todas las miradas humanas" (Diario T. 6, p. 201-202, septiembre 24, 1895).

Todos los maestros de espiritualidad recuerdan la necesidad de un combate espiritual contra sí mismo y contra las tendencias que permanecen en cada uno de nosotros, aún después de una sincera conversión. Es preciso luchar hasta la muerte: "Tengo que trabajar para derribar a ese "yo" poderoso que se levanta a cada instante dentro de mí queriendo reinar. Gracias a la gracia lo siento ya débil y fácil para rendirse, pero yo quisiera matarlo y enterrarlo muy profundamente.

"De veras que es el peor enemigo nuestro para la perfección ese "yo" en su amor propio, gustos y comodidades: rendido él es nuestra plaza y entonces también será todo nuestro ese Jesús, que no entra donde hay otros huéspedes. Entonces será nuestro el Espíritu Santo que no forma sus nidos sino en la soledad de un alma pura. Entonces las miradas del Padre descansarán en la morada quieta y tranquila donde vea reflejarse su divina imagen, ¡Oh delicioso vacío, completo vacío el cual envuelve a todo un Dios! ¡Oh soledad y dichosa quietud, bendita entrega total de la criatura al Creador! ¡Oh verdadera pobreza espiritual perfecta en la cual el alma nada tiene de sí y lo que del Señor encierra no se lo apropia sino que humillada y agradecida lo vuelve al Dueño eterno de todas las cosas! Bienaventurados los pobres de espíritu porque con esta pobreza posee el cielo desde la tierra, puesto que se posee al mismo Dios". (Diario T. 10, p. 7-8, septiembre 5, 1897).

Pueden notarse dos cosas en este texto: siempre se presenta la doctrina de la Cruz con referencia al Espíritu Santo y en el espíritu de las bienaventuranzas.

En el hombre pecador la purificación de todo el ser humano prepara la unión divina. Los Padres del desierto formaban a sus neófitos en la pureza total para encaminarlos hacia la contemplación divina. Así toma todo su sentido la "pureza espiritual perfecta".

"Es la pureza espiritual perfecta no sólo la limpieza de cuerpo y mente, sino el depuramiento de todo afecto y efecto menos puro. Este es el grado más sublime de esta virtud divina: es lo que más acerca a la pureza angélica, es decir, a la semejanza de Dios. La pureza es el reflejo de Dios. La pureza en Dios es innata porque Dios es Pureza. Dios es un cristal sin mancha y nada menos que en esta transparencia divina (comprendo esto sin poder explicarlo) se ve reflejada la imagen de la Trinidad Santísima.

"Dios es luz... Dios es claridad... Dios es limpieza. La esencia de Dios es, repito la Pureza, porque la pureza es la esencia de la luz, de la claridad, de la limpieza. En donde hay pureza ahí esta el reflejo de Dios, es decir, la santidad. De este foco de eterna pureza, Dios, brota la luz, la claridad, la limpieza angélica; y no brota la pureza de la luz, sino la luz de la Pureza: por esto en las almas puras se encuentra la luz del Espíritu Santo". (Diario T. 8, p. 162-163, diciembre 19, 1896).


 

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