CONCHITA

Diario Espiritual de una
Madre de Familia

El Rostro del Crucificado

Al dirigir una mirada retrospectiva sobre el desarrollo del fin de la vida de Conchita, uno se siente maravillado de la unidad de su itinerario espiritual. A través de todos los acontecimientos Dios imprime en ella la imagen del Crucificado: "Siempre marcada mi vida en todas sus épocas, por el sello de la cruz..." (Diario T. 45, p. 261, julio, 1925). Puede seguirse a lo largo de su existencia la progresiva toma de posesión del Crucificado.

"Oh Jesús, que yo muera por Ti desolada, abandonada, desamparada, crucificada" (Diario T. 1, p. 385, 1893).

"El pensamiento del Crucificado, ¡qué ligeras hace todas las penitencias del cuerpo y también los dolores internos!" (Diario T. 2, p. 13, marzo-abril, 1894).

"He encontrado a Dios en la Cruz..." (Diario T. 4, p. 94, agosto 26, 1894).

Desde 1895, cuando Conchita es una señora joven de treinta y tres años, el Señor le traza claramente su programa de vida espiritual: ser un reflejo del Crucificado.

Quiero ser un espejo que refleje al Crucificado

"Me dijo Jesús: 'Como Yo estoy en mi Padre y soy uno con Él, así quiero que tú estés y seas conmigo. Quiero que seas un espejo purísimo en donde se reproduzca la imagen de tu Jesús crucificado; como estoy en la cruz, así me quiero reflejar en ti; sólo préstate para tomar mi imagen, y como estoy Yo, así quiero que estés tú: coronada, azotada, clavada, desolada, traspasada, desamparada... Medita una a una todas estas cosas y sé mi retrato vivo, para que mi Padre se complazca en ti y derrame gracias sobre los pecadores" (Diario T. 5, p. 109, abril 6, 1895).

Pasan los años. Todas las gracias que Dios le concede sobre todo la encarnación mística, tienden a obrar en ella esa transformación en Cristo Crucificado:

"Debo reproducir en mí a Cristo crucificado" (Diario T. 43, p. 138, 16 septiembre, 1921).

Esto es lo que Dios va a realizar en ella en el curso de los últimos años de su vida y sobre todo en el momento de su muerte. Sufrimientos físicos y morales, enfermedades y angustias interiores, tentaciones contra la fe y la esperanza, horas de abandono, harán de ella una llaga viva, un reflejo del Crucificado. Conchita esta dispuesta a todo. Pide esa identificación total con el Crucificado del Calvario. Comparte todas las condiciones de la vida humana y de la ancianidad, pero su alma resplandece cada vez más divina. "!Soy de Jesús! Mi cuerpo, mi alma, mi vida, mis dolores, mi tiempo. Que disponga de lo suyo con plena libertad, en favor de los sacerdotes" (Diario T. 53, p. 125, 31 enero, 1929).

Después de los últimos ejercicios espirituales que en Morelia le dirigió su director espiritual, Monseñor Luis M. Martínez, sobre la 'perfecta alegría', Conchita volvió a México y pasó los postreros tres meses de su vida entre su cama y su sillón, con atroces dolores físicos: bronconeumonía, erisipela, uremia, etc. sin contar las penitencias suplementarias que en su ardiente amor a Cristo y a los hombres, imponía a su pobre cuerpo agotado.

En su alma reinaba la desesperanza. Su oración se refugiaba en la oración de Cristo en Gethsemaní. Comulgaba con los sentimientos del Crucificado, abandonado por su Padre. Para ella, su Jesús tan amado había desaparecido totalmente: "Es como si nunca nos hubiéramos conocido", repetía a sus íntimos.

Dos de sus hijos, Ignacio y Salvador, sostenían cada uno un brazo de su madre para facilitar la respiración. "Hubiérase dicho que era un Cristo en agonía sobre la Cruz". Al grado que en el momento mismo de la muerte se produjo un fenómeno extraño, que atestiguaron firmemente los presentes: sus hijos y el P. José G. Treviño, M.Sp.S., confirmado además por los otros testigos.

Un fenómeno se produjo en la muerte de Conchita, imprimiendo en ella el sello de Dios sobre su vocación y su misión de Iglesia, síntesis concreta y desconcertante de la espiritualidad de la Cruz: se vio cómo se transformaban las facciones de Conchita: ya no era un rostro de mujer, sino el Rostro del Crucificado.


 

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