CONCHITA

Diario Espiritual de una
Madre de Familia

Semblanza de una madre por sus hijos

Desde 1954 tuve la oportunidad de dialogar con sus hijos. He aquí el relato vivo de su madre tal como se desprende de los testimonios auténticos que pude recoger, y a los cuales añado las respuestas verbales de un interrogatorio en forma, fielmente taquigrafiado.

Lo que más me impresionó al interrogar a sus hijos fue el constatar la identidad de sus juicios sobre su madre a pesar de la diversidad de temperamento de cada uno de ellos. Todos reconocen el carácter elemental de su primera instrucción que contrasta con la sublimidad de sus escritos: "Su instrucción, en San Luis, fue la de todas las señoritas de sociedad de la época. Entonces no se acostumbraba más que adornos, bordados, tocar el piano, etc. No es como ahora" (Pancho). Su hijo Ignacio me hizo la observación de que su madre era "extraordinariamente inteligente". Está seguro de que con la formación femenina del mundo actual Conchita habría brillado por sus cualidades intelectuales, por su poder de síntesis, que apuntaba recto a lo esencial.

Cristo, su Maestro, le suplirá todo y, bajo su "dictado", su genio místico se desarrollará. "Todo lo que ella escribió fue por inspiración divina", declaraba su hijo mayor.

Su hija Lupe recogió de su madre verdaderas confidencias sobre su vida de intimidad con su marido. Desde los tiempos de su noviazgo ella se sintió atraída hacia él por un gran amor. Ella veía en él un esposo cristiano, de gran rectitud moral, de carácter fuerte que el tiempo se encargó de dulcificar. "Mi madre cumplió siempre con sus obligaciones de estado. Ella se mostraba muy atenta y llena de ternura para con mi padre, siempre sumisa y buscando el modo de darle gusto en todo. Mi padre fue su único amor".

A su vez, mi padre fue para ella un marido excepcional: no se entremetía en sus cosas, le daba completa libertad, no le impedía escribir y la dejaba en paz" (Pancho).

Todos sus hijos dan testimonio de su fidelidad a sus deberes de esposa y de madre: "Ella llevaba sus relaciones conyugales con una gran sencillez. Su vida de matrimonio se desarrolló siempre en paz. Fue una vida verdaderamente cristiana, en una mutua comprensión. Yo he oído decir que no había perdido la inocencia bautismal. Ciertamente ella insistía mucho sobre la pureza en nuestra educación, pero comprendí que juzgaba las cosas humanas sin ver pecado en todas partes. Ella vela todo eso como muy natural. Entendía la vida como algo bueno. Nosotros somos los malos. Más tarde me habló de mis deberes para con mi esposa. Yo me di cuenta cabal entonces que su sentido de la pureza no era ignorancia" (Ignacio). Este testimonio de un padre de ocho hijos merece ser retenido.

"Nada de tapujos entre ellos. Estaban seguros el uno del otro" (Lupe).

Ama de Casa

Igual es el testimonio de sus hijos con respecto a la actitud perfecta de Conchita con los familiares y con las personas del servicio, que había en todas las grandes haciendas de México en esta época. Interrogué a una anciana criada y a otros empleados; todos me hablaron con una gran veneración de la Señora Concepción Cabrera de Armida. Era de una extrema cordialidad para con todos, firme, se enojaba algunas veces, pero jamás lastimaba.

Su modo de vivir

Para verla vivir en medio de sus hijos nada vale tanto como el testimonio directo de cada uno de ellos.

El testigo mayor sigue siendo el primogénito: Pancho. Era una madre de familia "maravillosa". "La adorábamos, pero como a una mamá ordinaria, completamente normal, no como un ser extraordinario. Dios lo permitió, a propósito pienso yo: no hubiera sido muy cómodo vivir con una santa, con una persona a la que hay que rodear de veneración, sin poderla tratar de 'tú a tú', como hacíamos con mamá. En ella todo era normal. Ninguna exageración en su conducta: no, jamás. Por ejemplo cuando asistía a Misa, sí, ciertamente manifestaba una gran devoción, pero como cualquier otra persona. No se imagine que hablaba directamente con el Señor en presencia nuestra. Nosotros no nos enterábamos de nada".

"En sus relaciones sociales encantaba a todo el mundo. Era una persona muy amable y muy agradable. Tenía una vida familiar y social completamente normal, a tal punto que nosotros, que vivíamos en su intimidad no nos dimos cuenta de su santidad".

Madre de familia y educadora

Sus hijos no se cansan de elogiar sus cualidades de esposa, de madre y de educadora. "Fuimos nueve hermanos. Puedo afirmar, como hijo primogénito, que mi madre fue un modelo en todos los aspectos. Como esposa primeramente, pues mi padre era exigente en todo lo que concernía a la vida del hogar. Como madre velaba para darnos a cada uno una formación completa en todos los planos: no solamente religioso, sino profano, cultural y social. Después de la muerte de mi padre no éramos ricos. Su hermano Octaviano nos ayudó. Ella misma se impuso grandes sacrificios para asegurar nuestra educación en los mejores colegios: con los padres Jesuitas para los varones y con las Damas del Sagrado Corazón para las niñas. Como hermano mayor yo le ayudé en esta tarea difícil. Ella misma, la primera, nos daba ejemplo y nos corregía con energía, sin perder jamás la serenidad. A pesar de todo el tiempo que pasaba en sus asuntos espirituales nunca descuidó sus deberes de esposa y de madre en el hogar. Ninguno de sus hijos se desvió" (Pancho).

"Lo más admirable en la vida de mi madre era lo natural y sencillo de su existencia. Sus oraciones y sus comuniones me parecieron siempre normales. No sustraía momentos libres a sus obligaciones para su vida de oración. Nunca constaté fenómenos extraordinarios en su comportamiento cotidiano. Pienso que mis hermanos dirían lo mismo. En sociedad se encontraba a gusto tanto con la gente grande como con los pequeños. No noté nada especial en su alimentación, que comprendía lo que ordinariamente se acostumbraba en las familias mexicanas. Todo en ella era perfectamente normal. Debo confesar que durante toda la existencia de mi madre estuve como envuelto en un velo que me impidió descubrir su santidad. No fue sino después de su muerte cuando nos percatamos de la madre que habíamos tenido".

"No puedo recordar a mi madre sin volverla a ver escribiendo. Escribió libros que se vendieron en gran cantidad. Tenía también una cuantiosa correspondencia".

Al terminar, su hijo mayor tuvo una palabra magnífica, que nos entregaba el secreto de esta vida: "Amaba a Jesucristo por sobre todas las cosas".

Ignacio Armida tiene la misma visión que su hermano, pero conforme a su propio temperamento: "Tuve la dicha de vivir con ella cuarenta y dos años de mi vida, teniendo cuarenta y cuatro cuando murió. Durante los dos primeros años de mi matrimonio no vivía con ella pero teníamos las casas colindantes y nos veíamos a la hora de las comidas". Es pues un testimonio de valor excepcional el que podemos recoger de él. Conchita se había retirado a su casa, en medio de sus hijos y murió entre sus brazos. "Mamá era una mujer muy activa. Recibía visitas a todas horas. Era de una actividad increíble. Nada de fenómenos extraordinarios en ella. Nada de llamativo o de insólito. Tenía un carácter muy dulce pero firme y enérgico. Cuando había tomado la decisión de caminar por tal línea, no había poder humano que la hiciera retroceder... Con ella había que obedecer. Lo mismo respecto a las obras que emprendía. Ella tenía su plan, su inspiración, su ideal y lo seguía hasta el fin.

"Su vida era la más normal del mundo. Siempre alegre, muy alegre, multiplicaba los rasgos humorísticos, 'los chistes', como decimos en México; y aún los recogía en una libretita y los traía a cuento con mucha gracia y sencillez. Cuando iba a San Luis a visitar a su hermano Octaviano, hombre importante y rico que recibía mucho, mamá era siempre el centro de esas reuniones. Conversaba con los invitados, dirigía hábilmente las conversaciones encaminándolas a Cristo. Los entretenía con mucha gracia. Si se le convidaba dirigirse a una hacienda en un paseo a caballo estaba siempre dispuesta a todo... Siempre con los pobres: cuando alguno de ellos estaba en artículo de muerte, así fuese un ser indeseable, ella estaba allí... para todos los servicios. A sus ojos eso importaba poco... Yo no sé si algún día se la proclamará santa o no, pero sin duda alguna, era un alma de Dios. Siempre la sonrisa. Era una sonrisa que le atraía las simpatías. Y sus ojos azules, color de cielo. ¡Cuando ella le plantaba a uno esos ojos en los suyos, uno se sentía adivinado!. Ella penetraba en el interior, estoy seguro de ello.

"Un equilibrio absolutamente perfecto, ¡Sí, era ella muy equilibrada! En las situaciones difíciles su serenidad lo pacificaba todo. Nadie podrá decir de ella que era desequilibrada, ni que era nerviosa, excesiva, celosa. Muy sensible para compadecerse de las penas de los demás, pero esto me parece más bien una virtud.

"Con ella la vida de familia no era triste, ni dolorosa, ni con lágrimas. Ciertamente ella sufría mucho, pero lo guardaba para sí misma.

"He aquí, Padre, los recuerdos que he conservado de mi madre. Era una mamá como la suya, como todas las mamás".

Salvador, el benjamín, me repitió las mismas cosas a su modo: "Un gran equilibrio en sus juicios. Muchos la consultaban: nunca se equivocaba. Nada de excéntrico en su conducta: la vida más ordinaria, la más normal del mundo. Cuando enviudó salía frecuentemente de la casa, visitaba a las personas, a los otros miembros de la familia, a los amigos. Venían a visitarla a menudo. Era muy afectuosa pero reprendía con firmeza cuando uno se comportaba mal. Amaba mucho a la Santísima Virgen y se dirigía con frecuencia a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe.

"Viví con ella hasta mi matrimonio a los treinta y tres años. Fui testigo de su carácter alegre, sencillo, equilibrado.

Su caridad con los demás fue realmente admirable. No podía descubrir una pena sin remediarla en la medida de sus posibilidades. "Practicó la caridad con todo el mundo, aún con las personas que la habían ofendido o que se habían opuesto a sus obras. Cuando ella sabía que algunas personas se encontraban distanciadas o peleadas se las arreglaba para reconciliarlas. Con los enfermos de la familia o con los extraños se mostraba de una ternura extrema, haciendo todo para auxiliarlos en sus enfermedades. Se ofrecía siempre para asistir a los moribundos, yendo a su entierro aún cuando se tratara de personas de su familia que no la estimaban... Se prestaba voluntariamente a todos los oficios propios de una criada. "Todo el mundo la amaba".

Veamos ahora el testimonio de su hija Lupe, siempre franca y espontánea, un testimonio femenino que nos descubre muchos detalles que escapan a las miradas de los varones. Ella también ha conservado de su madre el recuerdo de una mujer como las demás, perfectamente equilibrada. La conocía íntimamente. "Siempre viví a su lado y me acosté con ella después de la muerte de mi papá hasta que me casé. Siempre me pareció la mujer más normal del mundo. Tuvo que hacerme muchas amonestaciones. Jamás la vimos en éxtasis. Modelo de suegra: una vez casada no se entremetió jamás con sus consejos de moral; nos dejaba en plena libertad".

Su hija Lupe recogió un día una confidencia capital de Conchita a su nuera, la esposa de Salvador: "Yo fui muy feliz con mi marido". Sobre todos los puntos las declaraciones de Lupe concuerdan con las de sus hermanos: sobre sus cualidades de esposa, de madre y de ama de casa, su simpatía y sociabilidad; sobre su fuerza de espíritu en medio de las dificultades de la vida; su notable piedad.

"Ella nos pareció a todo lo largo de su vida de una admirable espontaneidad natural. Durante su matrimonio la sumisión a mi padre fue absoluta. Tenía la costumbre de decir: 'Primero lo que quiera Pancho'. Era con él muy atenta y llena de amabilidad. A los sirvientes de la casa les daba siempre lo que era justo. Cuando yo me casé me recomendó hacer otro tanto y aún me indicó por escrito el salario justo que debería dárseles. Manifestaba mucha gratitud por las más pequeñas cosas.

"Todos se sentían amados por ella, aún las personas extrañas que se le acercaban". El único defecto que subrayaba su hija Lupe en su madre era una cierta debilidad por las golosinas: "Le gustaban mucho, tal vez demasiado, los dulces: "Si paso delante de una joyería me da lo mismo, pero cuando paso delante de la dulcería de Celaya se me hace agua la boca", decía.

"Una vida absolutamente normal, como todo el mundo, en familia y en sociedad. Reía, decía chistes, platicaba, tocaba el piano, cantaba y divertía a sus sobrinos más que su propia madre. Pasaba a través de todas las cosas con la sonrisa en los labios, y me daba este consejo: 'Lo que Dios te pida, hazlo con una sonrisa'. Nos repetía: 'Todo pasa, menos el haber sufrido por Dios con amor".

"Por su parte yo la he sentido siempre presente en todos los momentos de mi vida".

-- ahora, Lupe, ¿la siente usted siempre presente en su vida?

-- Sí, padre, ella nos protege y nos ampara a la sombra de la Cruz.


 

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