CONCHITA

Diario Espiritual de una
Madre de Familia

La "Tierra de Volcanes":
El Ambiente Familiar

Conchita es hija de México. Hay que verla cabellera al viento por los campos mexicanos, esa tierra de violencia y de contrastes: "tierra de volcanes" y también tierra de la "vera cruz"; la nación de la Cruz y de nuestra Señora de Guadalupe. A lo largo de su existencia aparecerá el contraste de una vida cada vez más divina bajo las apariencias más ordinarias. Una palabra afloraba constantemente a los labios de aquellos que la conocieron y a los que interrogué durante mi primera estancia en México: "sencillez", Conchita era de una sencillez evangélica.

Al evocar su infancia y su adolescencia en las haciendas y ranchos, la vemos surcar en barca remansos y riachuelos, arrojarse al agua o lanzar a ella a sus compañeros o a las empleadas de su padre; reir de buena gana, convivir indistintamente con todos. Apasionada por la música y el canto, dotada de una voz muy hermosa, más tarde compondrá los primeros cantos a la Cruz y los cantará acompañándose ella misma al piano.

Es joven, es bonita, tiene una mirada que atrae y que conservó una fascinación extraordinaria sobre todos los que la conocieron, hasta los últimos años de su vida.

Ella misma nos cuenta en su Diario, con su estilo espontáneo de incomparable frescura, sus primeros años vividos en el medio familiar:

"Mis padres se llamaron Octaviano de Cabrera y Clara Arias, los dos de San Luis Potosí; ahí se casaron y nací yo.

"Mi madre, muy enferma, no pudo criarme y batalló en mi lactancia. Por fin un día que me estaba muriendo, mandó el médico que violentamente me sacaran fuera de la ciudad, a una hacienda. Entonces de lástima se ofreció la esposa del portero a seguirme criando, dejando su hijito con otra nodriza. Esta mujer me salvó la vida; se llamaba Mauricia, yo la quise mucho, y cuando tuve uso de razón y comprendí lo que le debía, mucho más... Iba yo tan grave en aquel camino, me decía mi madre, que no se atrevía a descubrirme la cara, creyéndome muerta entre sus brazos". (Aut. T. I. p. 6-8).

"Mi patria es San Luis Potosí, en donde nací en una casa propia de mis padres frente a la Iglesia de San Juan de Dios... donde me bautizaron... En esa casa viví siempre, salvo un poco de tiempo que nos cambiamos mientras la componían. De ahí salí para casarme, y ahí, por cuestión de salud, nació Ignacio mi hijo. Ahí murió mi padre y mis hermanos Carlota y Constantino" (Autob. 367).

"Mis padres fueron excelentes cristianos. En las haciendas siempre rezaba mi padre el rosario con la familia y los peones y la gente del campo, en la Capilla. Cuando por alguna ocupación urgente no lo hacía, quería que yo lo supliera. A veces llegaba antes de concluir y a la salida me regañaba por mi poca devoción. Decía que mis padrenuestros y avemarías andarían paseándose en el purgatorio y nadie los querría de lo mal rezados.

"Era mi padre muy caritativo con los pobres; no podía ver una necesidad sin aliviarla. Era de carácter alegre y franco. Le ayudé a bien morir y nos dio ejemplo de entereza. Él arregló el altar para su Viático, nos pidió perdón a cada uno de sus hijos de todo en lo que nos hubiera dado mal ejemplo o desedificado, agregando un abrazo, un beso y un consejo. Encargó por obediencia en su testamento que lo enterraran sin ponerle nunca lápida, ni piedra, ni su nombre, sólo una cruz. Así se ejecutó con la pena de todos". (Autob. p. 365).

"Mi madre era una santa: quedó huérfana de dos años y sufrió mucho. De diecisiete años se casó y fuimos doce hermanos, ocho varones y cuatro mujeres; yo fui el número siete, entre los hombres, Juan y Primitivo el jesuita".

"Infundió en mi alma mi madre el amor a la Sma. Virgen y a la Eucaristía. Me quería con predilección y sufrió mucho cuando me casó. Sin embargo me decía que mi marido era excepcional, que no eran así todos. Siempre lloró en mis penas y se gozó en mis alegrías. Tuvo muchas penas y era muy amante de la pobreza. Tenía muchas virtudes ocultas y martirios ignorados. Le dio un ataque y perdió doce horas el conocimiento. A fuerza de oraciones Dios se lo volvió el tiempo preciso para confesarse; repitiéndole el ataque de que murió. Le ayudé y puse en la caja". (Autob. p. 366).

"Sólo en tres colegios estuve: primero de pequeña con unas viejitas: las Sritas. Santillana. Más tarde, serían dos meses, con una Sra. Negrete, y luego con las Hermanas de la Caridad; mas como las expulsaron estando yo muy chica aún, --tendría ocho o nueve años--, mi madre, enemiga de mandarnos a ninguna parte, nos puso maestras en la casa de instrucción, de bordado y de música". (Autob. I, p. 23).

"En cuanto a instrucción la tengo muy escasa, no por culpa de mis padres y maestros, sino por mi tontera, pereza y tantos cambios y viajes en la edad de aprender. Yo me dediqué más a la música, porque me encantaba, al piano y al canto; muchas horas de mi vida perdí en eso. Dios me las perdone".

"De cosas de casa sí nos enseñó mi madre desde fregar suelos hasta bordar. A los doce años llevaba yo el gasto de la casa. En la hacienda: desde ordeñar, hacer pan, cosas de cocina. Nunca nos dejaba mi madre en la ociosidad teniendo sobre esto un cuidado especial. Remendar, y coser cuanto hay, dulces y adornos de repostería lo mismo, cuidando además de humillarnos mucho y de no dejarnos levantar la vanidad. En modales y eso, no se diga: mucho trabajó la pobrecita sobre el particular".

"Cuánto nos enseñó a contrariar la voluntad. Muchos domingos nos llevaba como paseo al hospital, a ver muertos y heridos. Apenas había un enfermo grave en la familia, desde muy niña me llevaba a velar y a servirles en cuanto podía. Me hizo ver morir a hombres, mujeres y niños; ricos y pobres, enseñándome a no tener miedos, ayudarles con oraciones, vestirlos, tenderlos".

"Ni a mi padre ni a mi madre les gustaban los melindres. De seis años me subieron a caballo sola, y la primera vez se espantó sobre parado, y me caí. Acto continuo, sin dar importancia a mis lágrimas, mandó mi padre que tomara un vaso de agua y otra vez arriba. Así les perdí yo el miedo a los caballos, llegando a tener hasta vanidad de montar los muy briosos y que a otros tiraban. Los caballos me han gustado siempre mucho y varias veces aquí en México, que me llevaba mi marido al paseo, lo único en que me fijaba era en los caballos: las gentes me parecían todas iguales". (Aut. I, p. 5-6).

 


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