Un acontecimiento inesperado le proporcionó la ocasión de tener un tiempo de intenso silencio, oración y contacto con Dios.
Por primera vez asistirá a unos "ejercicios espirituales", predicados y dirigidos aquel año de 1889 por el Padre Antonio Plancarte y Labastida, que fue más tarde Abad de Guadalupe.
Conchita tenía veintisiete años. Casada y madre de familia, ama de casa, con un marido muy puntual y algo celoso, no podía aislarse en unos ejercicios de encierro.
"Y concurría de entrar y salir porque no podía dejar mis niños". (Aut. I, p. 159). Corre a las pláticas, encuentra como puede momentos de silencio y de recogimiento y regresa apresuradamente a casa.
Pero el Espíritu Santo obra donde quiere. En el corazón de Conchita va a surgir, bajo el impulso irresistible del Espíritu, una llama apostólica que pronto se extenderá a las dimensiones de la Iglesia entera.
En su sencillez y humildad no sospecha desde luego la amplitud de los designios de Dios.
Su mirada no va más allá del marco habitual de una mujer en su hogar. Dios mismo va a abrirle los horizontes de la Redención.
"Un día en el que me preparaba con toda mi alma a lo que el Señor quisiera de mí, en un momento escuché muy claro en el fondo de mi alma, sin poder dudarlo, estas palabras, que me asombraron: "Tu misión es la de salvar almas".
Yo no entendía cómo podía ser esto; ¡me pareció tan raro y tan imposible!; pensé que esto sería que me sacrificara en favor de mi marido, hijos y criados.
Hice mis propósitos muy prácticos y llenos de fervor, redoblando mis deseos de amar sin medida al que es Amor.
Mi corazón halló su nido, encontró la paz en el retiro y la oración, pero tenía que salir al mundo y a mis obligaciones, con necesidad de andar entre el fuego sin quemarme.
Con este crecido incendio en el corazón el celo me devoraba y ansiaba compartir mi dicha, con las enseñanzas sublimes que había aprendido".
"En esos días tuve que ir con los niños una temporada al campo, a "Jesús María", una hacienda de mi hermano Octaviano, cerca de San Luis; y al llegar lo conchavé para que juntando las mujeres de por ahí les diera yo unos ejercicios explicándoles lo que había oído. Este hermano que siempre ha sido excelente conmigo y me ha tenido especial predilección condescendió luego y se reunieron sesenta mujeres.
A mi no me ocurrió tener vergüenza ni si estaría mal hecho esto, ni si erraría al hablar, ni siquiera pensé que pudiera ser pretensión o soberbia de mi parte; yo sentía quemarme y ansiaba comunicar aquel fuego a otros corazones y no más.
"Comenzamos pues en la Capilla de la hacienda; yo me sentaba en una silla abajo frente a ellas; y, como en la tierra de los ciegos el tuerto es rey, a las pobres les gustaba mucho lo que les decía, y lloraban y se movían a contrición y hasta me querían decir sus pecados, cosa que yo por supuesto no les permití.
Cuando concluimos vinieron sacerdotes, las confesaron e hicieron una comunión muy fervorosa.
Yo me sentía feliz hablando de Jesús y cortos se me hicieron los días, volando las horas en tan dulce ocupación.
A veces iba Octaviano a oír y Dios me ayudaba para no cortarme; todo por supuesto a puerta cerrada" (Aut. I, p. 159-162).
Conchita buscaba un director de conciencia para avanzar con mayor seguridad hacia Dios: "... quemándome los deseos de perfección, de encontrar la puerta, la vía, el camino por donde llegar a mi Jesús.
Haciendo propósitos varios humillándome pasaba los días en aquella desolación y angustia y oscuridad.
Notaba hambre de lo divino, sed ardiente de Jesús, pero como que me estrellaba, como que me perdía entre un camino de oscura fe y sin esperanza. Hablando yo a un sacerdote de lo que bullía dentro de mi alma, de los ideales de perfección que perseguía y no quería el Señor sin duda que me comprendiera, porque me hablaba él de poesía, de la naturaleza, de cosas de Él, pero no de Él mismo, de mi Dios! Y el mundo luchaba por arrastrarme y las criaturas me atraían.
Recuerdo que me entretenía a ratos en ver periódicos de modas y me entraba tal remordimiento, hasta que me dijo el Señor que no las viera" (Aut. I, p. 198-199).
Decepcionada y apenada por haberse acercado a un sacerdote que sólo habló de cosas superficiales, cuando ella había acudido a él con ansias de encontrar a Dios, intensificó su oración.
El Señor le envió entonces al Padre Alberto Mir, S.J., quien mucho le ayudó en los primeros diez años de su ascensión hacia Dios.
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